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La claridad se escapaba por el horizonte. El día tocaba a su fin y la noche traía consigo descanso a todos los animales de la tierra. Yo, por mi parte, me disponía a emprender un viaje que posiblemente superara mis fuerzas más allá de donde las consideraba. Por suerte, cada paso quedó impreso en la memoria de tal modo que al recordar, los instantes del camino se dibujan perfectos ante mí.

<< ¡Oh musas e ingenio! Ayudadme ahora a plasmar con pluma certera aquello que vi. De ese modo seré capaz de mostrar nobleza>>

Sosegado el miedo a las envenenadas fauces de la vieja loba, otro miedo crecía en mi interior. Virgilio andaba y yo seguía sus pasos titubeante.

– Poeta que me guías –comencé a hablarle-, antes de comenzar tal empresa, considera si es fuerte mi virtud.

Le recordé que otros, antes que yo ya hicieron el mismo viaje hacia el reino de ultratumba.

Dios permitió que Eneas, padre de Silvio, bajara al inframundo porque su tarea era algo mucho mayor que él mismo. La fundación de Roma y sede de la iglesia apostólica. En esa ocasión Eneas fue acompañado por la Sibila, una profetisa inspirada, a veces, por el mismísimo Apolo.

Gracias a su viaje, aquel desertor de la guerra de Troya obtuvo los conocimientos necesarios para conquistar le victoria y proclamarse rey y progenitor de Roma.

El mismo camino siguió San Pablo, el Vaso de elección, cuya tarea encargada por el más alto rango fue dar firmeza a la fe cristiana en sus albores.

– Así que –continué hablando mientras caminaba tras él- ¿Porqué he de ir?, no soy Eneas ni Pablo, no hay en mí una misión mayor ni tan dichosa como la de aquellos que me precedieron. No, no soy digno. Más si tal viaje emprendo, temo que el mismo sea mi locura. ¡Oh! Sabio Virgilio, escucha mis palabras, mi mente ya no es capaz de razonar.

En ese momento, sentí que había aceptado demasiado rápido la oferta de mi guía. Sentí que las fuerzas volvían a flaquear. Quería volver tras mis pasos y encontrarme de nuevo con las bestias que frenaron mi ascenso a la colina.

– Si he oído bien tus palabras –comenzó Virgilio-. Tu alma pertenece ahora a la sombra y la bajeza. Virtudes que entorpecen el camino del hombre hacia honradas empresas y empañan, al tiempo, aquello que está por encima de él. Como una bestia que se asusta de su propia sombra.

Virgilio se detuvo a mirarme antes de seguir.

– Para que libres de más temores te explicaré el motivo de por qué yo, y no otro te esperaba en aquel punto al que volvías pavoroso y cargado de miedo.

<<Estaba yo en el lugar que es y no es a la vez cuando una mujer me llamó. Tan bella y bendita era que, antes de que pidiera, yo requerí que me mandara. Sus ojos eran tanto más que estrellas y me habló en tono suave y humilde.

– ¡Oh gentil alma Mantuana! Cuya fama aún perdura y durará por el mundo. Mi amigo, que no lo es de la virtud, tan perdido y lejano se encuentra, que su alma se ha anegado de miedo. Temo por él, por las cosas suyas que escuché en el cielo. Temo que se encuentre tan perdido, que puede que haya llegado tarde a socorrerlo.

La bella dama siguió hablando y yo, Virgilio, deseaba ser mandado por su dulce voz.

– Ahora muévete, y usa tu palabra y lo necesario para que él sobreviva. Ayúdalo y quedaré consolada.

Su imagen emanaba luz, calor, amor…

– Yo soy Beatriz, la que te pide que vayas. Vengo de un lugar donde volver deseo ahora. El amor me trajo, y es el mismo amor por el que ahora te hablo. A cambio, hablare con frecuencia y bien de ti ante mi Señor.

Cuando dejó de hablar, empecé yo. Estaba entusiasmado y presto a obedecer cualquier cosa que me pidiera.

– ¡Oh mujer de virtud única! Virtud que hace llegar a las gentes al lugar de donde vienes sin pasar tormento ni expiación. Tanto me agrada tu mandato, que si pudiera haberlo realizado ya, tarde estaría hecho. Solo espero que me digas cuál es tu deseo.

Sin embargo, antes de que me comunicara aquello que quería, aproveché el tiempo en beneficio de mis dudas.

– Pero dime la razón -le pregunté- de bajar aquí abajo desde el lugar al que volver deseas.

– Te responderé –dijo ella entonces-. Venir hasta aquí no temo, pues solo he de sobrecogerme por aquellas cosas que pueden hacerme daño. Dios me hizo así, y nuestra naturaleza divina no puede ser tocada por la miseria que os rodea. Las llamas del infierno siento, más no pueden tocarme.

Noté cómo se sobrecogía al hablar de su segundo origen. Pues el primero había sido más terrenal.

– Hay una mujer en el Cielo que se apiada por esta tarea que te encomiendo. Tanto es así, que con su misericordia quebranta el juicio divino. Esta pidió ayuda a Lucía y ella vino a mí, que me encontraba sentada al lado de Raquel. Me preguntó “¿Acaso no socorres a aquel que te amó tanto? Que por ti se apartó del buen camino. ¿No escuchas su llanto? ¿No ves que combate contra la muerte en un rio más violento que mil mares?”

De este modo, no hubo en el mundo nadie más veloz en pro de su bien y en contra de su daño, tras recibir estas palabras.>>

– Y aquí abajo vine –siguió Virgilio, ahora refiriéndose a mi persona-, desde mi bendito escalón, confiando en la honesta palabra que te honra y honra a quienes la hayan oído. Pues después de tal razonamiento, mis ojos lloraban por venir raudo a ayudarte. De ese modo vine a ti, como Beatriz quiso, y te aparté de aquella bestia que te cercaba el paso a lo alto de la colina.

Virgilio me miró de arriba abajo.

– ¿Entontes qué? ¿Por qué te quedas todavía? ¿Por qué insistes en tu bajeza? ¿Acaso te falta el ardor y la grandeza? ¿No soy yo tu guía? ¿Por qué? Cuando tres mujeres benditas se preocupan por ti en la corte celeste.

Así habló Virgilio al comienzo de mi viaje. Y como las flores que vuelven a la vida después de la noche, con la llegada de los primeros rayos de sol, mi abatido ánimo se sintió prendido.

– Piadosa Beatriz –le dije- que ha venido en mi socorro. Y tú, gentil Virgilio que obedeciste raudo sus súplicas. Gracias a tus palabras, mi corazón ahora arde. Ve delante, pues tu voluntad ahora es la mía. Serás mi Conductor, mi Señor y mi Maestro.

Virgilio comenzó a caminar  y yo, tras él, entré por el camino duro y salvaje.